¡Hola a todos! Me llamo Carlos, aunque hoy prefiero mantenerme en el anonimato utilizando un seudónimo, ya que voy a compartir una experiencia muy personal. Tengo 36 años y resido en la provincia de Barcelona, aunque por cuestiones de privacidad no entraré en detalles sobre el pueblo exacto en el que vivo.
Viajemos juntos al año 2014, un año que marcó un giro importante en mi vida. Estaba casado desde hacía dos años, pero llevaba una relación de pareja de 12 años con mi esposa. Nuestra convivencia en el mismo piso era armoniosa y estábamos felices juntos.
Sin embargo, como suele suceder en las relaciones duraderas, surgieron temas que desafiaron nuestra estabilidad. En nuestro caso, el gran punto de discordia fue el deseo de tener hijos. Mientras mi esposa anhelaba formar una familia, yo no me sentía preparado para asumir esa responsabilidad. Las discusiones sobre este tema se volvieron más frecuentes e intensas con el tiempo. Aunque al principio fui reacio a la idea, finalmente accedí a tener un hijo para satisfacer los deseos de mi esposa y mantener la paz en nuestro hogar.
Estrés tras el nacimiento de nuestro hijo
El comportamiento de mi mujer después del nacimiento fue realmente sorprendente. Experimentó un cambio notable en su carácter, transformándose en una persona extremadamente controladora. Los pequeños detalles cotidianos se convirtieron en motivo de conflictos desmesurados e injustificados. Desde que me iba al gimnasio y la dejaba sola en casa durante un ratito, hasta simplemente salir al parque con el bebé mientras ella se ocupaba de las tareas domésticas, todo podía desencadenar su ira (yo soy un hombre que trabaja en casa tanto como ella, tal y como debe ser). Una ira irracional.
Recuerdo claramente cómo se enfadaba por cosas insignificantes, como recordar algo que mi padre había dicho semanas atrás, de lo cual, yo ya ni me acordaba y cuando me lo contaba me quedaba a cuadros de lo infantil que era su enfado. Su reacción ante cualquier discrepancia era siempre la misma: estallaba en gritos, como si eso fuera la única forma de comunicarse. Incluso llegó a romper el suelo del balcón con el caballete de la bicicleta porque le molestaba que estuviera allí mientras barría.
Era una situación realmente difícil de sobrellevar, ya que nunca sabía qué pequeña acción podría desencadenar una explosión de su parte y cuándo. Desde luego, este no era su comportamiento ni antes de tener al bebé ni durante nuestra relación de pareja. Hoy en día, 10 años más tarde, todavía no entiendo tal comportamiento, salvo que fuese premeditado, pues no hice nada malo en nuestra relación y, si lo hice, ella nunca me lo explicó.
Y llega el divorcio
El inicio del proceso judicial marcó un punto de inflexión en nuestra relación. Después de diez meses desde el nacimiento de nuestro hijo, ella presentó una demanda de divorcio en la que solicitaba una serie de condiciones bastante duras.
En primer lugar, buscaba la custodia exclusiva de nuestro hijo, lo cual me resultó devastador, ya que anhelaba seguir siendo una parte activa en la vida de mi pequeño. Además, exigía una pensión de 400€ mensuales para ella, a pesar de que yo ya estaba asumiendo la mayoría de los gastos del hogar (reformas, pagaba algo más de hipoteca, paga más gastos de la compra diaria, etc.).
Solicitaba quedarse con la mitad del piso pero que yo lo pagara íntegramente (¡en qué cabeza cabe!). Además, planeaba mudarse con nuestro hijo a vivir con su madre, lo que significaba que mi contacto diario con mi hijo se vería drásticamente reducido a solo dos fines de semana al mes, según solicitaba ella a través de su abogado.
Este momento marcó el comienzo de una larga y dolorosa batalla legal, en la que luché por mis derechos como padre y por mantener una relación significativa con mi hijo.
A los tres meses de iniciado el proceso judicial, llegaron las medidas provisionales, y para mi consternación, me vi obligado a abandonar mi hogar, a pesar de seguir pagando mi mitad de la hipoteca, una situación que continúo soportando hasta hoy, diez años después. Temporalmente, perdí la custodia de mi hijo, aunque conservé la patria potestad, y me ordenaron pagarle a ella 300€ cada mes debido a la diferencia salarial. Por cierto, dos semanas antes del juicio la «despidieron» de su empresa y después del juicio la volvieron a contratar en el mismo puesto y empresa.
Nueve meses más tarde, llegó el juicio presencial. En un giro de los acontecimientos, logré recuperar la custodia compartida de mi hijo, lo que fue un gran alivio para mí. Sin embargo, perdí el derecho al uso y disfrute de la casa, aunque seguía siendo responsable de pagar mi parte. Curiosamente, a partir de ese momento, no tenía que pagarle nada más a ella, pero ambos estábamos obligados a depositar 300€ mensuales en una cuenta común destinada a cubrir los gastos del menor (210€ yo y 90 ella, debido a la diferencia salarial). La jueza justificó esta decisión, indicando que yo tenía más capacidad para rehacer mi vida con mi sueldo, mientras que ella necesitaba más apoyo económico y yo me podría permitir otra vivienda.
A pesar de la resolución del juicio, ella no estuvo de acuerdo con el veredicto y decidió recurrir la decisión judicial.
Comienzo de una nueva vida
El comienzo de una nueva vida fue un desafío monumental, pero con determinación y paciencia, logré encontrar mi camino. Los primeros cinco años después del divorcio los pasé viviendo con mis padres, una medida necesaria para poder ahorrar y reconstruir mi economía.
Durante ese tiempo, mi hijo y yo compartíamos la vida en casa de mis padres, y gracias al respeto de los horarios de la custodia compartida, pudimos mantener cierta estabilidad en nuestras vidas. Sin embargo, vivir en la casa de mis padres no era una solución a largo plazo, así que trabajé duro para alcanzar una meta: tener mi propio lugar.
Después de cinco años de esfuerzo y ahorro, finalmente pude reunir el dinero suficiente para dar la entrada en un piso que necesitaba una reforma completa. Los precios de las viviendas listas para vivir eran demasiado elevados y no me concedían la hipoteca que necesitaba. Así que opté por esta opción, sabiendo que requeriría tiempo y esfuerzo adicional.
Tardé otros tres años en juntar el dinero necesario para realizar una reforma mínima en el piso, lo suficiente para que mi hijo y yo pudiéramos mudarnos y empezar una nueva etapa juntos. Pero el camino hacia esta nueva vida no estuvo exento de obstáculos. En el proceso, mi coche, con 14 años de antigüedad, se averió irreparablemente. Para poder reemplazarlo, me endeudé aún más, sumando los gastos de la hipoteca del piso que perdí, los del nuevo piso, las reformas, los de la sentencia judicial y el coche.
Fueron tiempos difíciles, pero cada obstáculo superado me fortaleció y me acercó un poco más a la estabilidad que ansiaba para mí y mi hijo.
Llega la sentencia judicial final tras los recursos presentados
La sentencia final marcó un nuevo capítulo en esta larga batalla legal. Sin la oportunidad de un juicio presencial, un juez tomó decisiones cruciales desde su despacho, sin escuchar nuestras voces ni nuestras experiencias como ocurrió en el primer juicio presencial. Simplemente, llega una carta a casa con la sentencia. Me sentí muy indefenso e impotente ante este funcionamiento de la justicia.
Aunque había recurrido también el veredicto inicial, la respuesta al recurso de mi ex-mujer llegó con más obligaciones para mí. Ahora tengo que desembolsar 210€ mensuales a una cuenta común para los gastos del niño y ella 90 a una cuenta común, más otros 125€ directamente a ella para cubrir los gastos de comida del niño y otros 300€ mensuales durante un año para ella. También me corresponde asumir la mitad de la hipoteca del piso, una carga financiera que sigo llevando sobre mis hombros.
Por lo menos, la sentencia ofreció un rayo de esperanza al mencionar la posibilidad de vender el piso cuando uno de los dos así lo desee, pues ya no estaba sujeto al menor, tal y como decía en la primera sentencia. Sin embargo, enfrentar otro juicio para decidir el destino de la propiedad significaría más estrés y preocupaciones logísticas, especialmente en lo que concierne a mi hijo, quien tendría que adaptarse a nuevos cambios de vivienda y desplazamiento. Y yo no quiero eso para mi hijo.
Decidí mantener el piso por el bienestar de mi niño, ya que está cerca del lugar donde solíamos vivir. La cercanía facilita nuestras visitas y garantiza una transición más suave para ambos en este difícil momento.
Por si fuera poco, la pérdida de la deducción por hipoteca del antiguo piso, al no ser considerado mi vivienda habitual, fue otro golpe financiero, aunque de menor grado. Para empeorar las cosas, las nuevas leyes han eliminado cualquier posibilidad de desgravar gastos hipotecarios en mi nueva vivienda.
A pesar de todo, sigo adelante con determinación y la esperanza de que, algún día, esta pesadilla legal llegue a su fin y pueda construir una vida más estable y tranquila para mí y para mi hijo.
Conclusiones finales
Esta es la historia de cómo alguien puede trastornar la vida de otro individuo con solo desearlo, mientras la ley, lamentablemente, facilita este tipo de situaciones. El esfuerzo de luchar por conseguir un empleo estable y un buen sueldo se ve eclipsado por la carga económica impuesta por decisiones judiciales. Quien no se esfuerza, quien no contribuye, parece ser recompensado mientras la persona que trabaja arduamente se ve obligada a asumir más responsabilidades.
A pesar de los obstáculos y la injusticia, la lucha por los hijos es lo más importante. Ver a mi hijo crecer sano y feliz a lo largo de estos diez años me ha dado fuerzas para seguir adelante, incluso en los momentos más difíciles. Sin embargo, considero que los jueces deberían ser más conscientes del impacto humano de sus decisiones, especialmente cuando no hay justificación para la penalización de una de las partes.
Diez años más tarde, después de enfrentar presiones económicas, perder mi hogar y soportar una carga financiera abrumadora, así como luchar por mantener una vida normal con un trabajo común, mi salud sufrió las consecuencias. Un ictus fue el resultado de la tensión y el estrés acumulados durante esta década de batallas legales y sacrificios personales que todavía continuan.
Esta historia es un testimonio de resiliencia, pero también es un llamado a la reflexión sobre el sistema judicial y su impacto en la vida de las personas. No debería ser necesario llegar al borde de la salud física y mental para obtener justicia y equidad.
Esta ha sido mi experiencia personal, pero es importante tener en cuenta que cada caso es único y debe ser revisado individualmente. No todos los divorcios siguen el mismo curso y no todas las decisiones judiciales son iguales. Mi historia es solo una entre tantas, y aunque refleja los desafíos y las injusticias que pueden surgir en el sistema legal, no justifica ni define otros casos de divorcio. Cada situación debe ser considerada con sus propias circunstancias y detalles específicos.